Nací por primera vez el martes 20 de diciembre de 1983 y no
escogí hacerlo. Nací por segunda vez el viernes 15 de noviembre de 2002, hoy
hace diez años y...tampoco escogí hacerlo. Sin embargo, si hubiera visto esa
noche con la perspectiva del camino recorrido hasta el momento, que hoy diviso,
no hubiese renunciado a lo vivido.
Fue el día que mis padres me sacaron del armario y me
confrontaron con vehemencia por lo bajo que había caído. Pero no fue la única
novedad que recibieron de mí en el curso de esa semana, parecía de pronto que
la imagen del Esteban de notas sobresalientes, de premios académicos a nivel
nacional e internacional, el Esteban obediente...demasiado obediente, se
hubiera hecho añicos en el suelo...como me dijeron sin anestesia: había caído
del pedestal. La realidad era que batallaba desde hacía años con las relaciones
con la familia, predispuestos a ser hostiles a cualquier signo de mi
adolescencia...o de personalidad, lidiaba con eternamente pésimas relaciones
sociales, secretos que no podía compartir con nadie en casa y estaba de nuevo
en uno de esos años de demasiados cambios que no podía asimilar, con el
permanente clima tormentoso de mis pensamientos.
Era mi primer año de universidad, estaba viviendo en
Cartago, en casa de una señora "de confianza", de aquellas que tenían
sintonizado a Jesucristo todo el día en el televisor y yo... cada vez más desencantado
de la Ingeniería de Construcción que estudiaba, a pesar de las notas
aceptables. El segundo semestre estaba cerca de terminar, bajo una presión
abrumadora, pero me había dado la oportunidad de unas cuantas salidas nocturnas
con algunos de mis compañeros en esa casa, no había ocurrido mayor cosa, no
suficiente para distraerme de mis metas académicas (lo único que le importaba a
mis padres en mi vida, según creía desde siempre) pero sí lo suficiente para
abrir la Caja de Pandora.
De alguna manera se supo todo. Esa semana se respiró en la
casa de doña Vicky un hálito de anticipación. Ella misma me confrontó por lo
que se había conocido. Lo mismo hizo ella con mis tres compañeros de andanzas.
El jueves tuve la oportunidad de respirar algo de la atmósfera de mi casa, pues
necesitaba un documento que solo estaba allá y tuve que desplazarme del TEC a
Heredia y volver en cuestión de una tarde. Yo rogaba no encontrar a nadie, pero
vi a mi madre, no me habló, me traspasó con la mirada.
El viernes no había más opción que ir a la casa de regreso
para el fin de semana usual...solo que este tendría que poner el cuerpo contra
la marea que iba a reventar. Hice las vueltas de la universidad, me alisté con
los libros que debía llevar y me armé de valor. En el camino barajé muchas
opciones de escape y pensé en todos los espantosos
escenarios que me esperaban, el peor, por supuesto, la expulsión de la casa, pero
no huí ni retrocedí, no quedaba otra opción que cumplir la rutina de cada
viernes...no tenía adónde ir.
Llegué a las 3:30 a la casa y el tiempo flotaba, casi
perceptible, en la sala de mi casa. Entraba una luz muy tenue, casi mortecina,
por las amplias ventanas. Me encerré en mi cuarto, oí llegar a mi madre del
gimnasio, pero todo parecía detenido. Ordené mis pensamientos y la lista de
tareas restantes. Finalmente llegó mi padre del trabajo, antes de las 6. Me
llamaron a la sala con una voz ausente. Los quince metros más largos que jamás
he caminado.
Ahí estaban, sentados, con los gestos y posturas contraídas
que esperaba. Esperaba la paliza usual, que cualquier nimiedad podía generar,
pero no, sólo querían hablar...por el momento. Los argumentos parecían al
inicio los esperables: de la manera en que yo estaba arruinando mi futuro, de
lo desagradecido y rebelde que era, de las malas amistades, de la pena si los
demás se enteraban, de la decepción que hasta mis hermanos sentían. De pronto,
esos argumentos empezaron a cobijar temas que yo no sabía que estaban sobre la
mesa, que no sospechaba en lo mínimo que sabían. Sí, se habían enterado también
que yo era homosexual. Mi madre había acudido a mi mejor amiga y le había
preguntado -en su desesperación- si había algo que pudiera ayudar a entender lo
que pasaba por mi mente, y mi amiga se lo dijo. La única que lo sabía.
De repente me hallaba ante un mundo de sorpresas que hizo pedazos
cada escenario, cada evento, cada causa anterior. Me hallaba ante la necesidad de
defender aquello que recordaba sentir desde mis siete u ocho años, que sabía
que era innato, que nadie había sembrado en mi mente. Y lo hice...no solo
hablar lo que sabía del tema, que no era poco, sino en general...defender un
punto de vista mío, por primera vez, ante mis padres. No solo lo hice, sino que
con argumentos que parecían fluir con una facilidad que no conocía en mí, revestidos
de una fuerza y convicción que nunca
había permeado nada salido de mis labios. Posiblemente no era Esteban en ese
momento, el que sentía náuseas al hablar en público y mucho más, ante figuras
de poder. Era una persona que nunca había conocido antes, que nacía dentro de
mí.
Defendí lo que me importaba, que era aquello innato a mí. Lo
demás...no me importó ceder en esos temas. Pero llegó el punto que ni la suma
de mis padres pudo contra la ventisca de mis razones. Concluyeron con unas
pocas sentencias, como para cerrar la represa momentáneamente: "nunca
traiga nadie a la casa", "que sus abuelas nunca se enteren",
"concéntrese solo en su carrera y hasta que la termine, no tiene permitido
nada más". Ante la posibilidad de renunciar a mi ser y las ganas de
descansar, asentí, no muy convencido. Justo en ese momento llamó por teléfono mi
hermano Fabián y cortó la atmósfera de pesadez: yo intuía que mi sobrinito
había nacido y así era. En ese momento, lo interpreté como la metáfora del
surgir de una vida y el ocaso de otra... nada más lejano de eso.
Eventualmente me volvieron a hablar, el tema siguió siendo
incómodo, pero fue reptando por sus medios y por los míos, hasta que supe de la
aceptación de mi padre, posible gracias a las palabras de mi tía Rosa, su
gemela. Con mi madre fue y ha sido mucho más difícil, pero ahora casi habla de
eso con una naturalidad que aún a mí me asusta. Mis hermanos y muchas otras
personas que lo han sabido desde entonces me dieron lecciones sobre la
importancia de llevar con la frente en alto no sólo una parte de mí, sino cada ínfima
parte y característica de mi ser...porque yo he tenido también que salir del
armario ante mí mismo y aprender a valorar quién soy, no solo apreciarme en el
espejo. El ser gay era solo uno de los armarios y de todos he tenido que salir
sucesivamente.
Años después conocí a mi primer amigo de ambiente, de rebote
supe que lo era, no existía nada como un radar para mí entonces y seguía
pensando que había muy pocos como yo en el mundo. Volví a tocar el tema con mis
padres para poder salir al mundo y esta vez fue más fácil. La salida a la
sociedad fue muchas veces traumática para alguien acostumbrado a ser un
estudiante, pero fracasos, malas experiencias, una nueva carrera, redes
sociales, amistades como nunca había tenido y el solo hecho de crecer me han
llevado a un punto muy distante del que empezó en esa noche terriblemente quieta.
Tres relaciones de verdad y una más que me hizo alcanzar las
estrellas, un grupo de amigos de ambiente maravilloso (El Clan) y una nueva
sinceridad después...puedo cuestionarme qué hubiera llegado a ser si no hubiera
estado ese día en la posición que me encontré. Lo fundamental es que puedo ser
la misma persona ante prácticamente todas las personas, desde mi mejor compa
buga, o el Clan, hasta mi familia. No necesito máscaras intercambiables. Soy
uno solo...hable o no del tema, no existe ya ese abismo de pretensión. Una
persona sí, una todavía llena de enormes
desafíos por delante.
Y por cierto, sí llevé a mi ex a la casa y a todo posible
lugar donde podía ir con él...y mis padres lo amaron (así como todos los
demás).