miércoles, 19 de diciembre de 2018

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Esta se convirtió en mi foto favorita, entre todas aquellas que había tomado hasta ese momento en mi vida. La considero una metáfora de lo que los años me han enseñado que es la vida: superficies que se superponen unas a otras, donde las barreras entre ellas son complejas y hasta indescifrables...donde uno parece estar rodeado en todas direcciones de un bosque oscuro, pleno de obstáculos aparentemente infranqueables. Pero esta foto y la vivencia del momento en que la tomé también me dicen que los caminos existen, que a algún punto podré llegar remando, que la vida abunda en los lugares más insospechados. Especialmente, esta foto me dice que la vida se compone de dos cielos de mística belleza que se reflejan entre sí, que nos abarcan enteros a lo largo del tiempo que no es dado y que nosotros estamos en medio, en el presente, extendiendo las manos hacia el futuro, como esperando hacernos uno con esos cielos y su inmensidad.

El camino para darme cuenta de ello no ha sido fácil, pues tuvieron que pasar muchos años para sentirme bastante cercano a ser el hombre que aspiro ser. Grité mis reclamos contra el cielo por no entender por qué parecía no encajar en ningún rincón del mundo, me negué a mí mismo, me sentí mínimo y dominado por fuerzas totalmente fuera de mi alcance, quise volverme invisible y odié a la gente, al mundo y a la vida...me consideré dispensable. 

Pero el tiempo realmente lima las asperezas y si no aclara las cosas, al menos me ha dado la fuerza para afrontarlas, aun cuando flaquee a veces. Así, por ejemplo, logré alcanzar muchas metas que me planteaba. Me percaté que nada me define menos que la opinión negativa e ignorante de la gente, independientemente de quienes sean. Lentamente me hizo saber que, en primer lugar, nunca hubo necesidad de encajar. Me di cuenta que no tengo por qué cumplir las mismas etapas y al mismo tiempo que otras personas, ya sea porque yo me lo exigiera o porque algunas personas me hicieran creerlo indispensable para mi ciudadanía en la humanidad. Supe luego de mucho tiempo que las decisiones son elusivas al don de la perfección, pero debo tomarlas. También supe que, a pesar de haber creído lo contrario, amo mi carrera y que soy una de las personas más determinadas, disciplinadas, conscientes y sinceras que conozco. Supe que aun cuando siento mis fuerzas flaquear en una cuesta hacia una montaña cuya cumbre parece lejana, cuando no logro descifrar cómo hacer algo, o mi mente me intenta boicotear, haciéndome creer que no tengo la capacidad de lograr una tarea, todavía puedo tomar aire y dar mi mejor esfuerzo, independientemente de si gano o no una medalla por ello. Supe que la energía del amor y la aceptación de mucha gente amada, hacia mí, es algo que me energiza en mi lucha del día a día. Pero sobre todo, adquirí la consciencia que no vale la pena vivir la vida de otra manera que no sea ofensiva e inexorablemente auténtica, para lo cual es fundamental conocerme, aceptarme y amarme. 

Cada vez los años se vuelven más cortos y, volviendo a la foto, sé que en mi camino por los diversos canales, hacia mi puerto, tendré mi mayor disfrute en cada uno de los rincones que visite, de los parajes que observe y que mi satisfacción dependerá enteramente de mí. Por ello, no puedo darme el lujo de no sentir con intensidad cada experiencia que la vida me regala: como cuando siento el viento refrescante de una noche de  diciembre envolverme en su manto o como cuando mis manos se deslizan con suavidad por la piel de un ser amado mientras lo observo con ternura. Solo sé que estoy en esta barca, dentro de este vasto humedal y eso me hace feliz hoy.