jueves, 15 de noviembre de 2012

Creo que estamos llamados a nacer no solo una vez y yo nací de nuevo


Nací por primera vez el martes 20 de diciembre de 1983 y no escogí hacerlo. Nací por segunda vez el viernes 15 de noviembre de 2002, hoy hace diez años y...tampoco escogí hacerlo. Sin embargo, si hubiera visto esa noche con la perspectiva del camino recorrido hasta el momento, que hoy diviso, no hubiese renunciado a lo vivido.

Fue el día que mis padres me sacaron del armario y me confrontaron con vehemencia por lo bajo que había caído. Pero no fue la única novedad que recibieron de mí en el curso de esa semana, parecía de pronto que la imagen del Esteban de notas sobresalientes, de premios académicos a nivel nacional e internacional, el Esteban obediente...demasiado obediente, se hubiera hecho añicos en el suelo...como me dijeron sin anestesia: había caído del pedestal. La realidad era que batallaba desde hacía años con las relaciones con la familia, predispuestos a ser hostiles a cualquier signo de mi adolescencia...o de personalidad, lidiaba con eternamente pésimas relaciones sociales, secretos que no podía compartir con nadie en casa y estaba de nuevo en uno de esos años de demasiados cambios que no podía asimilar, con el permanente clima tormentoso de mis pensamientos.  

Era mi primer año de universidad, estaba viviendo en Cartago, en casa de una señora "de confianza", de aquellas que tenían sintonizado a Jesucristo todo el día en el televisor y yo... cada vez más desencantado de la Ingeniería de Construcción que estudiaba, a pesar de las notas aceptables. El segundo semestre estaba cerca de terminar, bajo una presión abrumadora, pero me había dado la oportunidad de unas cuantas salidas nocturnas con algunos de mis compañeros en esa casa, no había ocurrido mayor cosa, no suficiente para distraerme de mis metas académicas (lo único que le importaba a mis padres en mi vida, según creía desde siempre) pero sí lo suficiente para abrir la Caja de Pandora.

De alguna manera se supo todo. Esa semana se respiró en la casa de doña Vicky un hálito de anticipación. Ella misma me confrontó por lo que se había conocido. Lo mismo hizo ella con mis tres compañeros de andanzas. El jueves tuve la oportunidad de respirar algo de la atmósfera de mi casa, pues necesitaba un documento que solo estaba allá y tuve que desplazarme del TEC a Heredia y volver en cuestión de una tarde. Yo rogaba no encontrar a nadie, pero vi a mi madre, no me habló, me traspasó con la mirada.

El viernes no había más opción que ir a la casa de regreso para el fin de semana usual...solo que este tendría que poner el cuerpo contra la marea que iba a reventar. Hice las vueltas de la universidad, me alisté con los libros que debía llevar y me armé de valor. En el camino barajé muchas opciones de escape  y pensé en todos los espantosos escenarios que me esperaban, el peor, por supuesto, la expulsión de la casa, pero no huí ni retrocedí, no quedaba otra opción que cumplir la rutina de cada viernes...no tenía adónde ir.

Llegué a las 3:30 a la casa y el tiempo flotaba, casi perceptible, en la sala de mi casa. Entraba una luz muy tenue, casi mortecina, por las amplias ventanas. Me encerré en mi cuarto, oí llegar a mi madre del gimnasio, pero todo parecía detenido. Ordené mis pensamientos y la lista de tareas restantes. Finalmente llegó mi padre del trabajo, antes de las 6. Me llamaron a la sala con una voz ausente. Los quince metros más largos que jamás he caminado.

Ahí estaban, sentados, con los gestos y posturas contraídas que esperaba. Esperaba la paliza usual, que cualquier nimiedad podía generar, pero no, sólo querían hablar...por el momento. Los argumentos parecían al inicio los esperables: de la manera en que yo estaba arruinando mi futuro, de lo desagradecido y rebelde que era, de las malas amistades, de la pena si los demás se enteraban, de la decepción que hasta mis hermanos sentían. De pronto, esos argumentos empezaron a cobijar temas que yo no sabía que estaban sobre la mesa, que no sospechaba en lo mínimo que sabían. Sí, se habían enterado también que yo era homosexual. Mi madre había acudido a mi mejor amiga y le había preguntado -en su desesperación- si había algo que pudiera ayudar a entender lo que pasaba por mi mente, y mi amiga se lo dijo. La única que lo sabía.

De repente me hallaba ante un mundo de sorpresas que hizo pedazos cada escenario, cada evento, cada causa anterior. Me hallaba ante la necesidad de defender aquello que recordaba sentir desde mis siete u ocho años, que sabía que era innato, que nadie había sembrado en mi mente. Y lo hice...no solo hablar lo que sabía del tema, que no era poco, sino en general...defender un punto de vista mío, por primera vez, ante mis padres. No solo lo hice, sino que con argumentos que parecían fluir con una facilidad que no conocía en mí, revestidos de una fuerza y convicción  que nunca había permeado nada salido de mis labios. Posiblemente no era Esteban en ese momento, el que sentía náuseas al hablar en público y mucho más, ante figuras de poder. Era una persona que nunca había conocido antes, que nacía dentro de mí.

Defendí lo que me importaba, que era aquello innato a mí. Lo demás...no me importó ceder en esos temas. Pero llegó el punto que ni la suma de mis padres pudo contra la ventisca de mis razones. Concluyeron con unas pocas sentencias, como para cerrar la represa momentáneamente: "nunca traiga nadie a la casa", "que sus abuelas nunca se enteren", "concéntrese solo en su carrera y hasta que la termine, no tiene permitido nada más". Ante la posibilidad de renunciar a mi ser y las ganas de descansar, asentí, no muy convencido. Justo en ese momento llamó por teléfono mi hermano Fabián y cortó la atmósfera de pesadez: yo intuía que mi sobrinito había nacido y así era. En ese momento, lo interpreté como la metáfora del surgir de una vida y el ocaso de otra... nada más lejano de eso.

Eventualmente me volvieron a hablar, el tema siguió siendo incómodo, pero fue reptando por sus medios y por los míos, hasta que supe de la aceptación de mi padre, posible gracias a las palabras de mi tía Rosa, su gemela. Con mi madre fue y ha sido mucho más difícil, pero ahora casi habla de eso con una naturalidad que aún a mí me asusta. Mis hermanos y muchas otras personas que lo han sabido desde entonces me dieron lecciones sobre la importancia de llevar con la frente en alto no sólo una parte de mí, sino cada ínfima parte y característica de mi ser...porque yo he tenido también que salir del armario ante mí mismo y aprender a valorar quién soy, no solo apreciarme en el espejo. El ser gay era solo uno de los armarios y de todos he tenido que salir sucesivamente.

Años después conocí a mi primer amigo de ambiente, de rebote supe que lo era, no existía nada como un radar para mí entonces y seguía pensando que había muy pocos como yo en el mundo. Volví a tocar el tema con mis padres para poder salir al mundo y esta vez fue más fácil. La salida a la sociedad fue muchas veces traumática para alguien acostumbrado a ser un estudiante, pero fracasos, malas experiencias, una nueva carrera, redes sociales, amistades como nunca había tenido y el solo hecho de crecer me han llevado a un punto muy distante del que empezó en esa noche terriblemente quieta.

Tres relaciones de verdad y una más que me hizo alcanzar las estrellas, un grupo de amigos de ambiente maravilloso (El Clan) y una nueva sinceridad después...puedo cuestionarme qué hubiera llegado a ser si no hubiera estado ese día en la posición que me encontré. Lo fundamental es que puedo ser la misma persona ante prácticamente todas las personas, desde mi mejor compa buga, o el Clan, hasta mi familia. No necesito máscaras intercambiables. Soy uno solo...hable o no del tema, no existe ya ese abismo de pretensión. Una persona sí,  una todavía llena de enormes desafíos por delante.

Y por cierto, sí llevé a mi ex a la casa y a todo posible lugar donde podía ir con él...y mis padres lo amaron (así como todos los demás).